Desde la distancia no se exacerban los matices más bien al contrario se relativizan, seguramente porque los análisis se hacen lejos de colores y escudos y cercanos a la razón incluso aún más a los sentimientos.
Por todo ello me pareció interesante reproducir esta reseña escrita al otro lado del océano y al mismo de las emociones que a muchos nos genera el fútbol en cualquier parte del mundo.
Gracias David Aguirre (@davidaguirre1)
Columna publicada en 11wsports el día 27 de abril de 2012.
Por Ariel Scher
Ahora que dice adiós, lo mejor del Maestro Pep no reluce en
ninguna vitrina. El tipo lo sabe: se va campeón. De verdad, campeón. Un campeón
no es un individuo que alza la colección inacabable de copas que acarició con
sus pulgares. Un campeón es otra cosa: alguien que vislumbra un sueño y se
permite soñarlo, alguien que cree que tener ideas implica dar pelea por esas
ideas, alguien que conoce que el fútbol no es la existencia pero a veces la
resume, alguien que nunca olvida que ganar no consiste sólo en hacer más goles,
alguien que asume que la vida pesa y lleva el peso, alguien que no se permite
la ingenuidad pero tampoco la trampa. Si el Barcelona de Guardiola no hubiera
dado tantísimas vueltas olímpicas como para marear al mundo, correspondería
decir lo mismo. Al cabo, ese equipo -que ya es de todos y es bien de él- más
que vueltas olímpicas dio vuelta al fútbol hasta ponerlo, ante los ojos del
universo, de pie.
El Barça de Guardiola es el rostro y la pasión a través de
los que el fútbol refundó unas cuantas cosas. Fue y es la más alta combinación
de la historia entre la dinámica de lo impensado y la dinámica de lo pensado. O
sea: una exaltación de la capacidad creativa de los hombres puestos a jugar que
se articuló con la tarea meticulosa por anudar cada detalle de los que se
pueden prever. O sea: una orquesta sinfónica inigualable, hiperpoblada por
improvisadores, que se abasteció con los soportes de lo planificable. O sea: la
sociedad más deslumbrante entre la espontaneidad y la premeditación, entre el
asombro y la lógica, entre la magia y el método, entre las señales del pasado y
los desafíos del futuro, entre el derecho a lo individual y la grandeza de lo
colectivo.
Acaso sin ponerle esos términos, Guardiola creyó en el Barça
de Guardiola desde que era pequeño. Así le enseñaron el fútbol, así jugó al
fútbol, así modeló el juego de los que, orientados por él, juegan al fútbol. No
resultó tan sencillo como parece. A Pep le tocó una circunstancia en el tiempo
en el que ciertas comprensiones y ciertas sensibilidades del sentido de jugar
-que el Barcelona seguía fecundando y exponiendo desparejamente a la luz-
parecieron condenadas al silencio o a la derrota por muchos de los voceros de
la era del palabrerío deportivo. Y, sin embargo, excavó hasta sacar a esas
comprensiones y a esas sensibilidades del subsuelo del olvido para ponerlas
sobre el suelo de las canchas. Y, sin jactancias, admitiendo que el fútbol
alberga muchas maneras de asumirlo, defendió lo propio con la palabra, con la
conducta, con el juego.
Guardiola aprendió y enseñó un fútbol que reivindica a dos
protagonistas extraordinarios: las personas y la pelota. El Barça de Pep expuso
cuánto vale la pena moverse para tener la pelota, cuánto regocijo implica
tenerla para dársela a los compañeros, cuánta solidaridad demanda recuperarla
para volver a tenerla. Suena a elemental porque, en definitiva, en eso consiste
el fútbol. Y, sin embargo, suena a maravilloso porque la propiedad de la pelota
-la convicción de conquistarla y la voluntad de compartirla- fue despreciada o
relativizada por las tendencias dominantes antes de que el enorme edificio de
fútbol que erigió Guardiola con sus jugadores sacudiera a los estadios. El
juego de posesión, la construcción asociada, la determinación de empezar y
empezar y empezar, la certeza de que el gol es un propósito pero no un
propósito sin medios, la evidencia de que esos medios son tan relevantes como
el propósito, la vocación generosa de protagonismo en cada segundo, la
evidencia de que el fútbol es para los otros y para uno, con los otros y con
uno: todo eso detalla que a Pep le tocó timonear un navío contra el oleaje del
mar espeso de la alta competición. A veces sucede: le salió un viaje tan audaz
como hermoso.
La pila de resultados favorables con las que simpatizantes y
estadígrafos contarán al Barsa de Pep no incluirá, probablemente, uno de sus
logros mayores: ese equipo no sólo justificó tener pupilas para enfocarlas
hacia sus aventuras arriba del césped, sino que también reeducó qué mirar
cuando se mira fútbol, qué esperar de un partido. Aquello que no se podía ver
se vio. Pep aprovechó las líneas centrales de la escuela formadora de
futbolistas del Barcelona y la potenció hasta la excelencia. El fútbol es el
espectáculo central de una era en la que casi todo se espectaculariza. Millones
miran a unos cuantos que juegan. Y, no obstante, convertido en función de gala
y en arte consecutivo, Pep concibió a un Barsa que convocó en cada una de sus
presentaciones a públicos planetarios no porque se hubieran vuelto hinchas
rabiosos del Barcelona. Lo que registraban era que las horas del Barça de Pep
en la cancha expresaban una cita con la belleza, con el atrevimiento, con la
fascinación, con la alegría.
Demasiadas derrotas de la condición humana avisan que no es
posible asegurar que las grandes obras no irán rumbo a la desmemoria. Pase lo
que pase, el papel de Guardiola en su Barça invita al recuerdo gigante. Hay
gente que, en una calle, en una tribuna, en cien luchas o en mil rutinas,
transforma algo del mundo. El Maestro Pep lo consiguió en la patria de sus esperanzas,
los campos de juego. En la hora de tanta despedida, muchos corazones que laten
fútbol sienten que eso merece un pedacito noble y honorable de la eternidad.
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